La más grande pretensión
¿Es Dios un factor, una presencia capaz de incidir en la realidad? Si la respuesta es afirmativa, ¿por qué persisten el mal, la enfermedad, el desorden, el egoísmo? Mas bien parece que Dios no cuenta, que no lo podemos tomar en serio para la vida concreta, sino solo como un consuelo para algunos o una fuente de ilusoria esperanza para otros. Bajo esta perspectiva, el hombre está sólo frente a su destino, frente a la inmensa realidad, frente a la buena o mala fortuna. Dejado al vigor de su voluntad indomable y a la agudeza de su inteligencia el hombre se sabe y se concibe sólo dentro de una multitud de soledades. Al final solo hay una vida y cada cual deberá apañárselas por sí mismo, buscando y definiendo el sentido de su propia existencia.
Pero en este drama de soledades nos encontramos unos con otros, compartimos un breve espacio y tiempo, generamos lazos de amistad, de compañerismo, de amor filial, de paternidad, de amor esponsal. Este sentimiento de soledad última nos une, paradójicamente, a otros hombres, familias, comunidades, sociedades, estados, el mundo. Nos concebimos con una responsabilidad y destino común. No nos es ajena la suerte del otro, porque tiene que ver conmigo, me afecta.
Toda esta fuerza humana, gigante e imponente, no es suficientes para acabar con la pobreza, la desigualdad, la injusticia, el deterioro ecológico. Por más que nos esforzamos, siempre hay un nuevo problema, una nueva división, surge un nuevo egoísmo. Por más que se idean y prueban nuevas formas de convivencia, de sociabilidad, se formulan nuevas leyes, códigos, certificaciones, procesos económicos, modelos de producción, cambian gobiernos, estructuras, legislaciones, pactos y acuerdos, parece que estamos destinados al fracazo, a repetir los mismos errores del pasaso de una forma nueva, a tener mínimos avances que desaniman al más empeñoso y optimista.
El mal parece estar dentro de nosotros, ser parte de nuestra naturaleza. Todo lo bello del mundo se ve oscurecido por la maldad de algunos; toda la buena fe y generosidad de muchos se opaca ante sus defectos y errores. Un terrible mal nos aqueja y no hay forma de librarse de él, es congénito, estructural del ser humano, está en nuestro ADN. Incluso el mundo está descompuesto y se descompone aún más por nuestra culpa. La naturaleza tan hermosa y sorprendente nos aterra con un virus que pone a la humanidad entera en jaque, cobrando miles de muertes, llanto y sufrimiento.
¿Acaso hay salvación para un mundo así? ¿Existe una cura para este terrible mal que aprisiona a todo hombre? ¿Habrá un sistema, una fórmula, una idea, una medicina, un poder capaz de corregir este terrible daño? ¿Quién se atreve a pregonar el triunfo sobre el mal? ¿Quién puede decir, en su sano juicio, que ha vencido? ¿Qué hecho o acontecimiento es la prueba de que el cambio, la cura, la mejoría, el remedio existe y ya ha comenzado? ¿Dónde mirar para verificar la existencia de un hombre nuevo, de una socied nueva, de un mundo nuevo?
Este es el atrevimiento de nosotros los cristianos en la pascua, afirmar que hay uno, Cristo, en quien la humanidad se ha liberado del mal, en quien el mundo ha sido salvado, en quien todos somos hermanos, en quien reside la fuerza capaz de transformar a todo hombre y a todos los hombres y, doblemente atrevidos, afirmamos que esa fuerza está presente y activa en nosotros, pobres hombres, que unidos a ese Hombre, llevamos el germen de la salvación a todos los hombres, de todos los tiempos, para cambiar y salvar este mundo extenuado y ansioso de verse libre del mal.
Me encantó el final!!!
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