La coherencia como don, regalo de un encuentro
La coherencia como don, no como resultado.
La coherencia se da entonces más
por la fuerza de atracción del ideal que por la fuerza de voluntad de cada uno.
La coherencia, más que el resultado de un esfuerzo titánico, es el fruto de
dejarse atraer por algo más grande y hermoso que tiene el poder de darnos la
fuerza para ir hacia él. Es como el magnetismo que atrae los metales. La
coherencia es así, es una fuerza tan grande, tan potente, que nos jala hacia
sí. En el caso del hombre, ser libre, este dejarse atraer o este ser llevado,
implica siempre el compromiso de la libertad, es decir, la conciencia y la
aceptación del camino y el deseo del ideal. No podemos ser llevados si nos
oponemos o no queremos, hace falta el consentimiento de la libertad que dice sí
al ideal, al bien, a la belleza que le atrae. Esta fuerza de adherirse a ese
bien, de consentir en ser llevado, es la fuerza del afecto, es una fuerza
afectiva que se pega a aquello que reconoce como bueno, como bello, como justo.
Así, razón, conciencia, libertad, afecto, deseo, belleza, bien, son palabras
llenas de significado que marcan el camino. El fruto, como una flor, es la
coherencia que se vive como agradecimiento, como reconocimiento de no poder
vivir sin la presencia de eso que reconocemos como lo más necesario. Nada más
lejos del estoicismo o el moralismo de nuestro tiempo.
El encuentro, origen de la moralidad.
La tensión moral no es la
dificultad de la decisión, ni la coherencia en la acción, sino más bien, la
fuerza con que soy atraído por algo. Esta atracción parte de la necesidad y de
la presencia de aquello que sacia mi necesidad. Este encuentro entre necesidad
y el objeto de mi necesidad provoca la tensión moral y es el origen de la
moralidad. Por tanto, es gracias al encuentro de mi necesidad con el objeto que
sacia esa necesidad, el origen de la moralidad. La importancia de encontrarse
con algo o alguien que se perciba como aquello capaz de satisfacer mi
necesidad, es el inicio de la moralidad.
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