El DESEO pide cumplimiento


El mundo del desarrollo humano, de la superación personal, de la autoayuda con todas las corrientes y tendencias como la neurolingüística, el coaching, la metafísica y muchísimas más, revelan a mi modo de ver, la necesidad que tenemos las personas por descubrir el sentido de nuestra existencia, por responder adecuadamente al anhelo de plenitud que existe en cada uno de nosotros. Me atrevo a decir que todo este esfuerzo humano, titánico y secular, nace con cada hombre que viene al mundo porque en cada uno late la chispa del deseo de plenitud, de felicidad.

Pero este deseo no es tan solo un deseo más, como desear un auto o un mejor nivel de vida, o un buen vino y buena comida. Este deseo es “el deseo” que da sentido y solidez incluso a todos los deseos de los cuales está llena la vida. Y con ser “el deseo” es preciso notar que su objeto, aquello que lo sacia es algo que no conocemos, que intuimos y presentimos pero que no aferramos porque si fuera así, dejaríamos de desear y, me aventuro a decir, dejaríamos de ser hombres, seres humanos, imagen y semejanza de Dios.

En otro tiempo, quizá no hace muchos años, las creencias religiosas daban a las personas una base sobre la cual hacer su vida, criterios con los cuales juzgar todas las cosas: la vida y la muerte, el trabajo y la diversión, la mujer y el hombre, el mundo y el cosmos. Pero con la modernidad, al imponer como criterio único de verdad la duda o la certeza científica a la manera de la física y las matemáticas, todas las certezas con las que los hombres enfrentaban la vida se vino abajo. No es ocasional que uno de los signos de la cultura actual sea la falta de certezas, la confusión, el relativismo al punto de que no sabemos qué hacer respecto de problemas tan básicos como la educación de los hijos, la elección de profesión, el valor de la vida.

En todo este esfuerzo, confuso y a veces enredado, hay algo de gran valor: el esfuerzo humano por entender, por comprender el sentido y el valor de la propia existencia, la necesidad de alcanzar la plenitud y la felicidad.

Cómo respondamos a este interrogante es el meollo del asunto, en ello se nos va la vida. Por ello no podemos más que enfrentar este reto mediante un trabajo personal. El resultado no será ni siquiera proporcional a nuestro esfuerzo, es un don, una gracia, un acontecimiento como quien perdido en el bosque encuentra de pronto la senda. No deja de buscar, no sabe por dónde ir, intuye por dónde encontrar el camino y al final, encuentra. Quizá lo que más nos defina como hombres sea este intenso estado de búsqueda, esta incesante tarea y anhelo de encontrar lo que buscamos aunque no sepamos nombrarlo pero que intuimos.

Conviene pues juntarse, unirse, dejarse guiar por quienes nos llevan ventaja o por aquellos en quienes reconocemos un mayor grado de madurez, de intensidad de vida, de plenitud. No para imitar sus acciones ni para obtener las recetas para “cocinar la felicidad”. Nada es automático en este asunto, nada se nos da si no hacemos nuestro propio camino, nuestro propio esfuerzo, acompañados, guiados, sostenidos.

Esto, que parece nada, que parece ser lo que cualquiera puede hacer, lo que el padre y la madre hacen con los hijos es lo que Cristo vino a hacer con nosotros. Nos indicó el camino para que nosotros andemos, se quedó con nosotros para acompañarnos, se hizo comida, para fortalecernos y capacitarnos. Implorar pues, que esta Presencia se  haga consciente, que sea un factor de nuestra vida, que sea una compañía, es la mejor manera de buscar. Es como el niño que va de la mano de su padre. No hay temor, hay confianza. El mundo no es enemigo, sino el lugar del descubrimiento de esta Presencia amiga, afable, tierna que nos acompaña.


Esto pedimos para todos, esto anhelamos como lo más deseado.

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