El desafío de la deconstrucción
En la introducción del libro "Una revolución nosotros mismos" de Don Giussani, Davide Prosperi escribe: "El 68 fue el detonante de un proceso que venía de siglos anteriores y que afecta al mundo occidental en su totalidad. De ahí la progresiva erosión y el cuestionamiento de todo el sistema de valores que había inervado su historia (una deconstrucción que sigue avanzando en nuestros días)."
¿Este proceso de deconstrucción puede explicar el laicismo y secularización de nuestras sociedades occidentales, los fundamentalismos orientales, el feminismo exacerbado, el control de la natalidad, la identidad de género y tantos otros cambios que nos provocan cada día?
¿El resultado de esta deconstrucción como proceso cultural es la disolución de las certezas y los fundamentos tradicionales de nuestra sociedad de la que todos podemos dar cuenta en nuestra vida personal, familiar, social, política, económica?
¿Se puede reconocer este proceso de deconstrucción en las propuestas de la 4T en México o de la guerra de aranceles provocada por Trump o la invasión a Ucrania o la proliferación de los extremismos políticos de derecha o izquierda en el mundo o la dificultad para que los hijos sigan el camino que siguieron sus padres?
Ya no podemos presumir que todos los pueblos, las personas y las sociedades, en su conjunto sean cristianas. Hoy vivimos en una sociedad que, en muchos casos y aspectos, es secularizada. La fe ha dejado de ser un "factor" de la vida social y personal para convertirse, en algunos casos, en "fuente de moralidad" o "consuelo" ante el mal, la desdicha, las dificultades. Se tiene la tentación de vivir la fe "como un resto fiel" en una burbuja que nos proteja del mundo o como un "intrépido testimonio frenético y activo" por reconquistar los corazones y el mundo para Cristo.
Esta deconstrucción afecta también a la conciencia religiosa y específicamente a la vida cristiana de millones de personas. Ya no basta, como reconoció Don Giussani desde mediados del siglo pasado, una fe "tradicional", que pasa de padres a hijos, en una sociedad "cristiana" que protege los valores cristianos. Los grandes traumas de la humanidad, las guerras mundiales, el holocausto y los genocidios, la guerra fría y el armamentismo, la desigualdad entre norte y sur, la crisis ecológica y climática, la crisis del COVID y tantas otras, no han encontrado una "respuesta" en la fe o, dicho de otra manera, la "fe vividad formalmente" no ha podido responder a estos desafíos. Se buscan "nuevos derechos" sobre los cuales fundar una sociedad más justa, verdadera, equitativa. La Iglesia es criticada de anticuada y no suficientemente progesista y descalificada por el escándalo de la pederastia.
Ante este clima de incertidumbre, incerteza y cambio acelerado, la humanidad, cada persona, los gobernantes, los grupos de poder, los medios de comunicación, todos, buscan "paradigmas", "valores", "principios", "ideas", "leyes", "acuerdos y tratados" sobre los cuales fundar la vida social, familiar, económica, política, religiosa, para, en el fondo, responder al anhelo de felicidad, bien, verdad y justifica que constituye la médula de nuestro ser personal y social.
Si este es el panorama, ¿qué se puede hacer? ¿los creyentes debemos resignarnos a ser cada vez menos? ¿esperaremos un gran milagro que haga resurgir la fe en Cristo y en su Iglesia? ¿sobrevendrá una gran catástrofe de la cual solo se mantendrán en pie los más fuertes en la fe?
Como se nos ha recordado muchas veces, cuando la tradición no es ya suficiente, es que ha llegado el momento de la persona. Frente a esta fragmentación, estamos llamados a redescubrir y testimoniar una experiencia auténtica de la fe, centrada en el encuentro con Cristo como acontecimiento presente en nuestra vida. ¿Cómo puede ser esto posible para cada uno de nosotros? ¿Cómo tener esta experiencia auténtica de fe? ¿Cómo reconocer a Cristo presente, como está presente cualquier otra persona? Esta es, precisamente, la aventura de la fe, la promesa del camino que se nos propone, el ciento por uno que todos anhelamos, una vida vivida intesamente, plenamente, porque corresponde a los deseos del corazón. ¿Cómo es posible tener certezas en un mundo lleno de incertidumbre? ¿Cómo tener esperanza en el futuro en un mundo que descarta, se rearma, que pone muros a los migrantes? ¿Cómo experimentar la presencia de Cristo resucitado, tan presente como el padre o la madre para los hijos?
La respuesta es: si lo descurbimos en la realidad, en acto, en personas, grupos, comunidades, pueblos, sociedades donde se vive con certeza, con esperanza, en comunión, con alegría, con propuestas y compromiso, con atención a los más pobres y desfavorecidos. Si esto lo descubrimos en la vida vida, tenemos que concluir que sí es posible vivir esta "nueva vida".
Este es precisamente el desafío de la realidad y la pretensión de Cristo: "quien me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida", "el que coma mi carne y beba mi sangre, tendrá vida eterna". Así que la invitación es a vivir la pertenencia a la Iglesia, que es el cuerpo místico de Cristo, su presencia en el mundo, para verificar si verdaderamente en esta comunión, podemos vencer la deconstrucción imperante y "fundandose en la comunión, ser constructores de un mundo nuevo".
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