Las huellas de lo divino

 ¿Es verdad que en nuestro ser está inscrita la huella de lo divino? ¿Cómo se manifiesta en nuestra vida? ¿Cómo se hace presente a nuestra conciencia?


En la introducción al libro "El sentido religioso", el entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco, dice: "Yo me atrevo a decir que hoy día la cuestión que más tenemos que encarar no es tanto el problema de Dios, la existencia de Dios, el conocimiento de Dios, sino el problema del hombre, el conocimiento del hombre y encontrar en el mismo hombre las huellas que dejó Dios para encontrarse con Él.

San Agustín expresa este reconocimiento de la presencia de Dios dentro del hombre en el famoso pasaje de sus "Confesiones": "Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. ¡Y tú estabas dentro de mí, y yo afuera, y así por fuera te buscaba! Y, deforme como era, me lanzaba sobre las cosas hermosas por fuera, que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y pusiste en fuga mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti."

El Concilio Vaticano II en la Lummen Gentium dice: "En el fondo de la conciencia de todo hombre existe una exigencia secreta de Dios, que lo llama a entrar en relación con él. Así, el hombre descubre en su propia alma la semilla de la eternidad que Dios ha sembrado en ella".

Por su parte, Luigi Giussani, en el libro citado, dice que "todas las experiencias de mi humanidad y de mi personalidad pasan por la criba de una <<experiencia original>>, primordial, que constituye mi rostro a la hora de enfrentarme a todo" y se pregunta: ¿En qué consiste esta experiencia original, elemental? Se trata de un conjunto de exigencias y de evidencias con las que el hombre se ve proyectado a confrontar todo lo que existe" y que le son dadas con su propia naturaleza, como instrumento adecuado para identificar lo verdadero, lo justo, lo bello, lo bueno.

Si esto es verdad, es decir, que en todo ser humano existen estas exigencias y evidencias, que le son dadas por naturaleza, no por educación ni costumbre ni ideologización, ¿son el criterio o el "detector" que le permite reconocer las huellas de Dios en su persona, en el mundo, en su vida? ¿Por qué, entonces, hay quienes buscan la felicidad, el bien, el éxito, la satisfacción, la plenitud sin reconocer que esos deseos y anhelos son en el fondo la búsqueda de Dios? ¿Existe un paso, un brinco de fe, entre reconocer el deseo de felicidad y bien y la afirmación de que esos deseos son el deseo de Dios, el deseo de relación con un ser personal perfectísimo, fuente de todo bien?

  

La provocación de nuestra realidad humana.

No parece que sea así, al menos en la experiencia de muchas personas con quienes nos topamos o convivimos todos los días. ¿Por qué si este reconocimiento nacido de una exigencia estructural, propia de todo hombre, no es evidente, clara y precisa para muchos? ¿Requiere de la fe en un Dios para ser reconocida? ¿Cómo se despiertan estas exigencias de modo que sean operativas, funcionales en la vida?

Hoy pareciera que la búsqueda de Dios se ha reducido solo a los que profesan una fe y se ha acabado para la gran mayoría que vive sin religión. El mundo y nuestro país, lleno de violencia, de odios, de mezquindades, de pecado, de fragilidad, de debilidad que busca desesperadamente el dinero, el éxito, el bienestar, la salud, el honor, la fama, el cariño, el placer, la tranquilidad. Las huellas de lo divino no aparecen por muchas partes ni en muchos. Más bien aparecen los signos del odio y la maldad.

Cierto que hay muchos que hacen el bien, muchos que buscan la paz, muchos que anhelan encontrarse con Dios, muchos que buscan la verdad, pero en ningún caso son todos y, desgraciadamente no son noticia. El trigo y la cizaña conviven en nuestras vidas, en la vida social, política, económica.

 

Escondidas, enterradas y enfermas, pero presentes.

Entonces, ¿dónde está la huella de Dios inscrita en el corazón de cada persona? ¿Por qué no es evidente para todos que esas exigencias y esos deseos son exigencia y deseo de Dios? ¿O es que Dios nos puso una trampa o un acertijo que solo descifran algunos "grandes iniciados"?

En este punto es donde se vuelven actuales y clarificadoras las palabras citadas del hoy Papa Francisco: el problema es lo humano, nuestra humanidad, nuestra persona. El desconcierto que existe respecto de nosotros mismos. ¿Cómo explicar los feminicidios, las matanzas, los odios raciales, las batallas de género, los nuevos derechos, el aborto, la eutanasia, la maternidad asistida, la exaltación individualista de las propias capacidades, el olvido de los más pobres y necesitados, la guerra, la violencia intrafamiliar? ¿Es el hombre lobo del hombre? ¿Es el hombre destructor de su propia especie, de su entorno, de su mundo, del planeta que le sostiene? ¿Se ha vuelto loca la humanidad y todos nosotros? ¿Vivimos como anestesiado o bloqueados por los golpes de la realidad, incapaces de actuar, de corregir, de cambiar?

 Dice el mismo Jorge Mario Bergoglio en la introducción citada: "El primer trabajo es crear el sentido de esas preguntas [sobre el sentido de la vida, de la existencia, de todo] que están escondidas, enterradas, enfermas quizás, pero [que] están".

Quizá el trabajo más fatigoso no sea de dentro hacia afuera, sino el de encontrar dentro de nosotros mismos esas preguntas, esas exigencias, esos deseos que escondidos, enterrados y enfermos, están y dan consistencia a nuestra fisonomía y personalidad.

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