En la víspera de todos santos (Luciano García Menéndez)
Y resulta que es la víspera de la solemnidad de Todos los Santos. Algunos le llaman Halloween. Para mí siempre ha resultado extraño esa estrambótica costumbre, muy norteamericana, de vestirse de brujitas y de hacer el simpático con unos dientes de vampiro. Muchos cristianos están asustados creyendo que se trata de la hora del diablo, de una especie de triunfo de las tinieblas. Alegan que el Halloween es una exaltación del mal y de sus ocultas potencias. Yo no sé si lo es. Creo más bien que es una celebración tan global y vacía que no vale mucho la pena hacer pesar nuestro juicio sobre algunas conciencias.
Tal parece que hacerse el oscuro y macabro es solo un pretexto para comer dulces, salir con los amigos y hacer fiesta. A mí no me importa: ya estamos bastante afeados por la falta de sueño y la neurósis cotidiana que no hace falta vestirse de bruja para asustar; y ya estamos bastante atareados por el estrés cotidiano de este modo vacío y esclavizante de vivir –una vivir en el que Dios, si bien le va, pude entrar solo los Domingos– que cualquier pretexto para hacer fiesta es útil. Yo no me vestiré de vampiro y tampoco voy a sermonear a un niño si viene a pedirme dulces. Si me los pide ojalá pueda sonreirle con la alegría del Evangelio. Si me los pide ojalá la alegría cristiana pueda brotar desde mi corazón y contagiarlo. Si me lo pide, probablemente quede asombrado si además le regalo “pan de muerto” por anticipado y le muestro una foto de las “calaveritas” de azúcar y las flores de Cempazúchitl con las que decoramos las Ofrendas en México. Y es que a partir de las seis de la tarde se celebran las vísperas de Todos los Santos, y eso significa que a partir de las seis de la tarde, según la hermosa cadencia de la liturgia cristiana, los creyentes podemos hacer fiesta pues las tinieblas no triunfan, ni han triunfado ni triunfarán: ¡nunca! ¡jamás! ¡la derrota ha sido total! Y por eso la alegría por aquellos que ya gozan de la vida con Dios se extiende en esperanza hasta la oración de la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Queremos, esperamos, que nuestros difuntos también gocen del cumplimiento pleno de la Promesa de la vida con Dios en el Cielo.
Y ¿quiénes son estos santos que celebramos? Enumerar uno por uno nos ocuparía todo el día. Por darnos una idea, tendríamos que catalogarlos entre santos con grandes misiones de reforma, santos con grandes misiones de evangelización, santos con grandes misiones de silencio, humildad, escondimiento, humillación, sufrimiento, martirio...y aún así muchos quedarían en la categoría “otros”. Santos que vivieron para Dios desde niños, santos que llegaron a media jornada, santos que por un pelo y no llegan a la viña a recibir la gracia de la paga única: Cristo el Señor. Santos cuya vida y milagros conocemos, santos misteriosos, santos que ni siquiera imaginamos que son santos, santos que nos fastidia –a nosotros, amargados y envidiosos pecadores en tratamiento, en saneamiento, en serenamiento– que sean santos, santos que nos alegra que sean santos, santos que no sabemos si existieron, santos que ayer teníamos a nuestro lado sin haberlo siquiera sospechado.
¡Santos, todos ellos, que son santos porque solo Dios es Santo! Es decir, que la vida de estos hombres y mujeres cuya alegría se derrama hasta nosotros desde el Cielo, fue una vida que cada día más se conformó con la vida de Dios. Vida de fe, esperanza, caridad. Vida de humildad, mansedumbre, dulzura, justicia y misericordia, de sacrificio, de entrega total.
Dios es santo. Su existir es santo. Su hacer es santo. Todo lo que es santo le pertenece. Todo lo que es santo tiene un lugar en Él, porque de Él viene, por Él es formado, liberado, rescatado, reformado, conformado, sanado, glorificado. Todo lo que es santo, por existir según la dinámica de la vida divina, ilumina la fe, alienta la esperanza, aviva el fuego del amor. Todo lo que es santo nos empuja hacia lo que no somos nosotros: mediante su luminoso resplandor nos hace volvernos a la Luz de Dios que todo ilumina; mediante su aliento vital nos hace abrirnos a Aquel que sopla donde quiere (y tal parece que gusta soplar por doquier); mediante su obediencia y entrega total de sí nos hace volvernos a Aquel que en la Cruz lo entregó todo por Su voluntad, por Su obediencia, por Su amor, por salvarnos. Pareciera que el mundo entero, en Otoño o en Verano o cuando sea, esta revestido con esa santidad que los hombres no vemos.Y estamos seguros de que en Otoño, en Verano, en Semana Santa, en Navidad, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento y, en fin, en todo tiempo pasado, presente y futuro, hubo personas que también eran santas, porque también pertenecían a Dios, porque no quisieron sustraerse a la vida de Dios sino que dejaron que esta vida santa los penetrara hasta lo más recóndito de su ser.
Los santos, nuestros amigos del Cielo, nos dicen que solo Dios es santo. Nos dicen que aquello que en ellos es santo es de Dios. Nos dicen que si ellos son santos es porque son de Dios, porque pertenecen radicalmente al solo Santo. Y por desgracia, parece que no los escuchamos. Cuando les miramos, les miramos como miramos el mundo: sin ver.
Por desgracia, digo, no hemos hecho justicia a algunos santos. A san Ignacio lo hemos convertido en un férreo soldado. A san Luis Gonzaga en un histérico. A santa Juana de Arco en una fanática. A san Estanislao Kotska en un flacucho bien parecido. A san Francisco en un hippie. A santo Tomás en el enemigo jurado de todo estudiante de filosofía. A santa Hidelgarda la hemos hecho patrona de las tisanas antiestrés. A san Justino en un platónico. A san Pedro en un esplendoroso y regio Pontífice.
Hemos hecho de los santos un pretexto para nuestras manías y locuacidades, y sobre todo para justificar nuestras quisquillas. Ya se nos olvidó que san Ignacio lloraba continuamente de consolación y que tenía una tierna devoción a Nuestra Señora, que siempre que podía servía en la cocina a sus hermanos y que le decían “el españolito de los ojos alegres”. Ya se nos olvidó que san Luis Gonzaga murió por socorrer tiernamente, y no por eso con menos decisión (¡al contrario!), a los apestados, por quienes el Señor le había infundido un especial fervor. Dejamos de lado el hecho de que santa Juana actuó en obediencia a Dios, que se dejó arrastrar a una muerte en el abandono y la ignominia (una muerte con sabor de Cruz) por cumplir la voluntad de Dios. Dejamos de lado el hecho de que san Estanislao se escapó de la casa familiar en Viena para entrar en la Compañía de Jesús, luego de que la Virgen y el Niño Jesús le devolvieran la salud y le ordenaran entrar en la Compañía. Se nos olvida que san Francisco fue llamado por Dios y conformó con Él su vida a tal punto que las santas Llagas eran visibles en su cuerpo. Se nos olvida que toda la obra intelectual de santo Tomás encontraba su fuente en el profundo deseo de su corazón: “¡Te deso a Ti!”. Se nos olvida que la genialidad de santa Hidelgarda para la música y la medicina eran las de una mística, cuya vida se nutría del contacto íntimo con Dios que venía a su encuentro. Se nos olvida que san Justino buscaba a Dios, no a Platón (y se convirtió luego de ser asediado por un anciano cristiano). Se nos olvida que san Pedro fue llevado a donde no quería ir, y que recibió su misión al tiempo que le era exigido declarar su amor por el Señor a quien había traicionado: san Pedro es ese hombrón, ese pescador quizás un poco rudo e impulsivo, que como todos los santos fue perseguido por la gracia, alcanzado por la gracia, envuelto por la gracia, transformado por la gracia, agraciado por el amor gratuito de Dios que nunca le negó. Se nos olvida que los santos no son míticos sino hombres que se dejaron alcanzar por Dios y que por eso hay que escucharles para dejarnos dirigir por ellos a Dios.
Y todo esto se nos olvida porque tenemos los ojos puestos en todo menos en Dios, y a veces parece que queremos ponerlos en todo menos en Él. Luego de tantos siglos de Revelación, de tantos siglos de Antiguo Testamento y de tantos siglos de Cristianismo, pareciera que muchos seguimos preocupados por las implicaciones económicas de la caída de la Torre de Babel (o de la bolsa mundial, que da un poco igual, total no entendemos nada del asunto), acerca de los ritos ancestrales de las primitivas tribus selváticas de América o bien acerca de un niño con unos dientes de vampiro que parece no comprender que está votando el mundo al diablo (¡si un niño no entiende algo es porque lo que se le dice no tiene sentido!). Estamos más preocupados viendo como asciende de nuevo la curva de muertos por coronavirus o pensando que somos víctimas de un complot mundial (quizás lo somos, quizás no; amabas cosas permanecen indemostradas por ahora) o tratando de acomodar nuestra existencia a nuestras míseras pretenciones de libertad que se nos olvida mirar a Dios, se nos olvida rezar, se nos olvida buscarle en todas las cosas y se nos olvida elevar al Cielo la acción de gracias porque solo Él es Santo: en la Torre de Babel, en la bolsa mundial, en los ritos ancestrales, en las tribus selváticas y en la selva, en los dientes de vampiro y sobre todo en el niño, en la enfermedad y en la salud, en la vida y en la muerte, en todo, en todo y en todo.
Y la fiesta de hoy nos alegra porque al menos ha habido algunos que no se han olvidado de mirarle a Él. Por eso santa Juana fue a la guerra a liberar a su pueblo y por eso san Luis Gonzaga atendió a los apestados, y por eso san Francisco desposó a la dama Pobreza y por eso san Ignacio, el gran estratega, el maestro del discernimiento, servía alegre la comida a sus hermanos y lloraba en la oración. En la fiesta de hoy la alegría que se derrama desde el Cielo es alegría que nos invita a volver la mirada hacia a Dios. Le miramos a Él que todo lo hace nuevo, que todo lo santifica, lo llena de vida, que todo lo envuelve en su tierno abrazo Creador, Redentor y Santificador. Miramos a los santos y recordamos que Dios es santo. Y así podemos, aunque sea por un instante, mirar a nuestro alrededor y descubrirle a Él en todo: en el viento fresco, en la nieve, en las montañas, en el Sol, en mi hermano –eh sí, en mi hermano– y en el niño con dientes de vampiro. Y descubrimos que Dios nos persigue, nos insiste, trata por mil vías de convencernos de ir a trabajar en su viña, no importa si ya sonaron vísperas. Porque Él quiere que vivamos con Él. Los santos están allí, viéndonos desde Su Rostro, intercediendo por nosotros, a veces incluso dándonos empujones para que digamos que sí. Los santos viven con Él, trabajan con Él, se alegran con Él y nos esperan con Él.
¿Cuándo vamos a volver la mirada? ¿Cuándo vamos a mirar de nuevo con sencillez el mundo para encontrarle a Él? ¿Cuándo vamos a entender que Dios quiere que su vida santa sea nuestra vida? Hoy es un buen día para dejar de pensar en el mal y comenzar a mirar el bien; hoy es el tiempo favorable para abandonar toda amargura y todo sospechosismo, todo complotismo y toda otra tontera con la que nos resistimos a aceptar que Dios siempre está con nosotros, insistiendo, aguardando, abrazando, consolando, exigiendo, llamando, enviando, para que seamos solo suyos, todos suyos, por siempre suyos. Así, con todos los santos, seamos también siempre suyos, en todo suyos, radicalmente suyos, dejando que su dulcísima luz nos envuelva, nos traspase y nos transforme. Solamente el que es totalmente suyo sabe con certeza que las tinieblas que muchos temen no tienen posibilidad de triunfo; solamente quien es de Dios sabe que las tinieblas han sido iluminadas y por tanto derrotadas para siempre.
Me encantó, el escrito.
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