Cautivado por la ALEGRIA

La autobiografía que C.S. Lewis escribió con el título "Surprised by Joy", narra la historia de su conversión de ateo a cristiano anglicano. Con la honradez que le caracteriza, abre de par en par su alma, sin elevaciones espirituales ni sentimentalismos. Su recorrido es un recorrido guiado por un afecto razonable o por una razón afectiva, nada más humano pues son dos elementos constitutivos de la libertad. El momento de la conversión, o mejor, el momento en que toma conciencia de su conversión, es descrito como el momento de la máxima libertad de un hombre frente a su destino, frente a Dios y frente a sí mismo. La fe, sin que lo diga explícitamente, se define como el reconocimiento, caer en la cuenta, no solo de la existencia de Dios, sino de Su presencia discreta en la vida de todo hombre, nada que ver con un salto en el vacío, una exaltación emotiva o una firme convicción, sino más bien, la rendición frente a la evidencia. Su lectura me provocó algunas de las reflexiones que ahora comparto.

¿Qué es la Alegría? "...deseo insatisfecho, que es en sí mismo más deseable que cualquier otra satisfacción. Lo llamo Alegría, que aquí es un término técnico y se debe distinguir tanto de Felicidad como de Placer. La Alegría (en mi sentido) tiene una característica, y sólo una...quien la haya experimentado deseará que vuelva...Pero la Alegría nunca está en nuestras manos y el placer a menudo sí." Así describe Lewis desde el inicio la experiencia de la Alegría. Términos como satisfacción, felicidad, placer, experiencia, se revelan cargados una densidad vital renovada. No son solo palabras, son el reconocimiento de un acontecimiento, que la Alegría se nos da como don.

La Alegría es el presentimiento de Algo o Alguien, siempre asociada a la nostalgia, es decir, al deseo de tener de nuevo presente aquello que la provoca. La Alegría no es simple gozo estético, satisfacción placentera o autocomplasencia, es el reconocimiento afectivo de aquello que deseamos.

"No soy yo, sólo soy un recuerdo. ¡Mira! ¡Mira! ¿A qué te recuerdo?" Estas palabras nos recuerdan aquellas de San Agustín en las Confesiones. Lewis reconoce que sólo la presencia del objeto suscita el deseo. De esta forma el deseo es el síntoma, el signo de la presencia de otra cosa. La forma de lo deseado está en el deseo y el deseo nace del objeto que lo provoca. Estas reflexiones lo llevan a reconocer no sólo la existencia del objeto como aquello que despierta el deseo, sino la existencia y la presencia de Otro que constantemente suscita el Deseo, el anhelo y ansia de cumplimiento, realización o felicidad.

¿Por qué deseamos? ¿Por qué esperamos? Lewis descubre en la dinámica del deseo la discreta presencia del Misterio, de Dios. Toda la realidad está llena de su presencia, la suave brisa o el furioso batir de las olas, el nacimiento de un niño o la muerte de un anciano, la desgracia y miseria de miles de seres humanos y la alegría y serenidad de otros tantos. No hay parte de la realidad, de la experiencia humana que no esté llena de esta Presencia, de este Ser Misterioso que nos atrae y hace que exista el deseo manifestado en diferentes formas: alegría, tristeza, indignación, dicha. Si deseamos es porque existe aquello que deseamos.

La objetividad del Misterio. ¿Cómo reconocer aquello que no se percibe por los sentidos? ¿Cómo afirmar la existencia de aquello que no vemos? ¿Cómo nombrar a Aquel que aún siendo "más objetivo que los cuerpos, porque no está como ellos, revestido por nuestros sentidos", existe? ¿Quién es "el Otro desnudo, sin figura...desconocido, indefinido" y sin embargo deseado?

La experiencia del Misterio, la afirmación de la existencia de Dios, el reconocimiento de que una persona, Jesús de Nazaret, es la imagen, el rostro, la definición, la voz, el gesto y la caricia del Creador, Padre y Señor de la Historia, nos llega a través de quienes lo reconocen y lo hacen presente. No es posible imaginar mayor desproporción entre el Otro, el objeto del deseo, y la forma tan vulgar y prosaica que toma para que podamos reconocerlo.

Esto es la Navidad, el enorme atrevimiento de afirmar que Dios es ese niño que yace en el pesebre. Atrevimiento que solo Dios podía realizar, loco de amor por nosotros hasta hacerse el objeto reconocible de nuestra alegría.


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